El pasado 24 de septiembre se celebró el bicentenario de la constitución de las Cortes de Cádiz (24 de septiembre de 1810) encargadas de la elaboración de la Constitución de Cádiz de 1812, conocida como «La Pepa«, que es para la generalidad de la doctrina constitucionalista española, el inicio del constitucionalismo moderno, con el precedente de la Constitución de Bayona de 1808, otorgada por Francia.
Las autoridades del Estado español han celebrado el acontecimiento con gran solemnidad y los medios de comunicación españoles, especialmente los públicos, se han encargado profusamente de recordar y subrayar los valores positivos para España de tal efeméride.
El espíritu de la Constitución de Cádiz de 1812 contiene indudables valores y aspectos positivos, en especial, el de haber acabado con el absolutismo, debido a su espíritu reformador y liberal basado en tres principios esenciales: la idea de que la soberanía reside en el pueblo y no en otras instancias (monarquía, aristocracia, clero, élites, etc.), la incorporación del principio de la división de poderes, limitando el poder absoluto del Monarca o el cambio de la idea de la representación de los diputados, que ya no iban a depender de los estamentos que les nombraban, sino que adquirían una representación directa del pueblo.
La inspiración francesa de tales principios y valores fue determinante para hacer desaparecer el Antiguo Régimen, sustentado hasta entonces en ideas nada democráticas, como la de que la soberanía residía en el Rey, que recibía su título de Dios y personificaba todo el poder del Estado, «jefe de gobierno y primer magistrado de la Nación», «sin más límites que los que nacían de determinadas situaciones de hecho o de ciertas instituciones históricas que el tiempo y los abusos habían deteriorado» (Joaquín Tomás Villarroya, «Breve historia del constitucionalismo español«, 1994; Francisco Puy Muñoz, «Los derechos en el constitucionalismo español«, 2002).
Pero, al mismo tiempo, se incorporaba un espíritu centralizador/armonizador que iba a acabar con todas las diferentes peculiaridades y regímenes específicos.
En base a ello, para los vascos no fue precisamente un avance en la consolidación de sus instituciones seculares, sino, mas bien, todo lo contrario. Nació un serio movimiento doctrinal y político, desde las nuevas ideas del constitucionalismo, que afirmaba la existencia de un único sujeto político, el pueblo español, y se acometió la tarea prioritaria de uniformizar las diferentes regiones y comunidades que convivían en el Estado, con instituciones privativas y regulaciones específicas y diferenciadas que, mal que bien, se habían respetado hasta entonces.
Las Cortes de Cádiz de 1812 y su principio uniformizador casi acabaron con el régimen foral.
Declarada por Fernando VII la nulidad de la Constitución (la monarquía no iba a aceptar de buen grado el principio de que la soberanía reside en el pueblo y no en el Rey) y de los decretos promulgados por las Cortes, volvieron las cosas a su anterior estado.
Por lo que respeta al País Vasco, quedó confirmado el Fuero el 27 de Junio de 1814; fueron abolidas las innovaciones introducidas con los empleos de comandantes y gobernador militar y político y, en fín, se propuso instalar el régimen de gobierno local como estaba antes de la guerra con los franceses.
Paradójicamente, la foralidad se salvó a duras penas porque la Constitución no llegó a imponerse efectivamente; pero durante el trienio liberal -1820/1823- que las restableció, Diputaciones y Juntas se vieron mal para defender los Fueros. Por un lado parecía que la Constitución consagraba, con carácter general, las libertades vascas; pero, por otro, terminaba con las instituciones, razón por la cual siempre se acababa suplicando, como un favor, que los fueros no fuesen tocados.
Godoy, favorito de Carlos IV, también comprendió que las provincias vascongadas habían de ser un obstáculo insuperable a sus aspiraciones de gobierno. Encargó el estudio de los Fueros al canónigo Llorente, quien edita: «Noticias históricas de las tres provincias vascongadas«, que conforman una crítica implacable de los fundamentos históricos y legales de la autonomía vasco-navarra.
Fernando VII nombra una Junta en 1815 cuyo objeto es «refrenar los abusos» de las provincias vascongadas; 4 años después se presenta un estudio histórico-jurídico, negando la supuesta independencia vasca, analizando críticamente los fueros, preparando en definitiva el terreno para la abolición foral.
El 16 de febrero de 1824, se expidió un Real Decreto compuesto de 5 artículos, pidiendo a las provincias un «donativo de tres millones de reales al año». El Rey no consultó previamente con las provincias. Y decidió unilateralmente algo que comenzaba siendo temporal para pasar a perpetuo; y, además, dejaba en manos de las Diputaciones, la decisión impopular de hacer el reparto. Insistiendo en esta política antifuerista, el rey envió a Simancas al presbítero Tomás González, para preparar el trabajo crítico, en la línea de la obra de Llorente. La revolución de 1830 en Francia, asustó a la Corte y dejó en suspenso estos planes.
Para Calatrava, los vascos sólo se preocupaban del campo y del servicio a la iglesia, de que, con cada cambio de rey, se respeten «sus privilegios y exenciones«. La topografía, montañosa, de aislamiento, y la lengua propia, contribuían grandemente a esta incomunicación, como señala Ortiz de Pinedo. En los púlpitos y en el confesionario se habla en vascuence. Los actos públicos comienzan y terminan rezando. Es como si la campana de la iglesia dirigiera la vida pública y privada del vascongado, lo que puede explicar, quizás, el gran apoyo vasco en la primera guerra carlista, por el rey, la teocracia y los privilegios.
El 6 de setiembre de 1836, se suprimieron las «Diputaciones Forales«, sustituyéndolas por las «Provinciales«, y se eliminó la organización judicial para sustituirla por los jueces de primera instancia y las audiencias, y aunque Espartero, después del Convenio de Vergara, prometió mantener los Fueros con su espada, la Ley de 25 de Octubre de 1839, en su artículo 1.º dice:
«Se confirman los Fueros de las provincias Vascongadas y Navarra, sin perjuicio de la Unidad Constitucional de la Monarquía».
Aparentemente, se conservan los Fueros, pero la salvedad de la unidad constitucional permite suprimir las instituciones más peculiares, que eran distintas y no acomodadas a la Constitución.
Art. 2º: «El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita y oyendo antes a las provincias Vascongadas y a Navarra, propondrán a las Cortes la modificación indispensable que en los mencionados Fueros reclama el interés de las mismas, conciliando con el general de la Nación y de la Constitución de la Monarquía, resolviendo entretanto provisionalmente y en la forma y sentido expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta a las Cortes».
Pidieron el envío de representantes para negociar la acomodación de los Fueros a la Constitución. Álava, Guipuzcoa y Vizcaya se resistieron a hacerlo. Navarra negoció y, como consecuencia, se dictó la «Ley Paccionada«, de noviembre de 1841.
Navarra perdió sus instituciones: las Cortes, la Cámara de Comptos, el Virrey, las aduanas, etc, quedando sujeta a un régimen de autonomía administrativa. La Diputación conservaba la recaudación de impuestos y pagaba una contribución directa que, desde entonces, se fijó en una cantidad fija que se renovó periódicamente.
Las Vascongadas mantenían sus fueros, pero con heridas muy graves. Se suprimió el pase foral, el 5 de Enero de 1841. Los corregidores fueron sustituídos por «jefes políticos» -29 de octubre de 1841-, y los Ayuntamientos y Diputaciones fueron asimilándose al sistema general.
No todos veían igual este proceso. Por ejemplo Ortiz de Pinedo entiende que:
» ….cuando todo el mundo creyó que los vencidos no opondrían obstáculo en Vergara a la unidad constitucional de la monarquía, apenas llega la discusión de la ley de 25 de octubre de 1839, aparecen los defensores de los fueros «tan obcecados e intransigentes» como sus antecesores. La ley, una vez votada, se convirtió en letra muerta. Pasó la oportunidad sin reformar, ya que no abolir, los fueros, sin aplicar la Constitución a las provincias vencidas. Repuestos los vencidos de su derrota, repuesta la política teocrática del golpe que había experimentado en Vergara, convierte el convenio, el llamado «Abrazo de Vergara» en un tratado de paz que debía cumplirse, dejando a los humillados por la victoria, la integridad de sus fueros, privilegios y exenciones».
Como podemos observar, una misma situación es juzgada por unos demasiado buena y por otros demasiado mala. Veamos ahora, cómo definía Calatrava los fueros en 1876:
«Esos fueros, vetustas reliquias de unas ideas, de unas necesidades y de una edad que hace mucho tiempo pasaron para no volver, son hoy el mayor de los anacronismos, la más insigne de las inconsecuencias y de las imprevisiones políticas, el más injusto y odioso de los privilegios, y una perenne causa de perturbaciones y guerras, de duelos y calamidades, de vergüenzas y desastres… Es anómalo, injusto y absurdo que durante tres siglos, hubiera una monarquía absoluta en España, y dentro de ese absolutismo y sus dominios, viviera protegido y agasajado con el privilegio, un pequeño país, que no sólo es un reflejo de república regular, sino un verdadero cantón republicano…».
Ya en 1876, los opositores a los fueros decían que el régimen moderno no puede aceptar el legado del antiguo. Abolirlos era para esta mentalidad, no sólo conveniente sino necesario. Por ejemplo, el «Boletín de Comercio de Santander«, en 1876, publicó una serie de artículos sobre la cuestión foral, con el objetivo de demostrar que «los fueros no existen, lo que existen son los abusos» y tratando de dejar sentado que Navarra quedó incorporada definitivamente a la Corona de Castilla en el año 1515 por derecho de sucesión, Guipuzcoa, unida a Castilla como provincia desde 1200, con Alfonso VIII; Vitoria, y principales pueblos de Alava, eran ya realengos en los siglos XII y XIII, habiéndose incorporado a Castilla en el XIV, por Alfonso XI. Vizcaya vino a unirse a Castilla por legítima sucesión de sus reyes desde D. Juan I quienes, haciendo uso de su absoluto y soberano dominio, han venido confirmando los fueros de esta provincia en las distintas reformas que sufrieron, siendo la última en 1526. Quienes defendían la abolición argumentaban que había que someter a todas las provincias al derecho común.
Normalmente, tras las guerras carlistas y la de 1936, surgieron fuertes movimientos contra los fueros. Lograban triunfar las tesis abolicionistas.
La Ley de 21 de Julio de 1876 dice lo siguiente:
Art. 1º: «Los deberes que la Constitución política ha impuesto siempre a todos los españoles de acudir al servicio de armas cuando la ley les llama, y de contribuir, en proporción de sus haberes, a los gastos del Estado, se extenderán, como los derechos constitucionales se extienden, a los habitantes de las provincias de Vizcaya, Guipuzcoa y Alava, del mismo modo que a los demás de la Nación».
Art. 2º: «Por virtud de lo dispuesto en el artículo anterior, las tres provincias referidas quedarán obligadas, desde la publicación de esta ley, a presentar en los casos de quintas o reemplazos ordinarios y extraordinarios del ejército, el cupo de hombres que les corresponda, con arreglo a las leyes».
Art. 3º: «Quedan igualmente obligadas desde la publicación de esta ley, las provincias de Vizcaya, Guipuzcoa y Alava a pagar, en la proporción que les corresponda y con destino a los fondos públicos, las contribuciones, rentas, e impuestos, ordinarios y extraordinarios que consignen los presupuestos generales del Estado».
Art 4º: «Se autoriza al Gobierno para que, dando cuenta en su día a las Cortes y teniendo presente la Ley de 19 de setiembre de 1839 y la del 16 de Agosto de 1841 y el Decreto de 29 de Octubre del mismo año, proceda a acordar, con audiencia de las provincias de Alava, Guipuzcoa y Vizcaya, si lo juzga oportuno, todas las reformas que en su antiguo régimen foral exijan así el bienestar de los pueblos vascongados como el buen gobierno y la seguridad de la Nación».
Clarísimo reflejo de la abolición, ultimada un año después con la disolución de las Diputaciones Forales al no querer aplicar la Ley que, curiosamente habñia sido denominada «Ley para que las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava contribuyan, con arreglo a la Constitución del Estado, a los gastos de la Nación y al servicio a las armas«.
A modo de premio de consolación y como único vestigio -como anteriormente se había hecho con Navarra en la Ley Paccionada- se aprueba el primer Concierto Económico, el 28 de febrero de 1878.
Quedaba en pie la legislación civil vasca, que fue respetada, pero petrificada, ya que no se podía alterar una letra de los viejos Fueros elaborados en su última redacción en el siglo XVI.
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